(Ideal Cazorla, diciembre 2012)
David Gómez Frías
Estimado lector, como has
podido comprobar en persona eso del fin del mundo era una burla al
descubierto y ahora, habiendo hecho planes sólo para los momentos
finales que anunciaban los profetas, no sabes en qué emplear el
resto de vida que aún tienes por delante y matas el tiempo, por
ejemplo, leyendo estas líneas. Ha quedado demostrado que todavía
nos falta inteligencia para interpretar teorías de civilizaciones
pasadas como los mayas. Menos capaces somos de extraer una línea
creíble de las Centurias astrológicas de Nostradamus, sin
embargo hemos asistido a un ir y venir de teóricas alucinaciones
apocalípticas de las que podemos extraer como resultado un buen
negocio para unos, varios huecos rellenos en la inmensa mayoría de
los canales televisivos y una raza, en su conjunto, preguntándose
qué habrá de cierto en todo esto. En los años que llevo en este
mundo, dos o tres veces he asistido al anuncio del fin y tantas veces
parejas el mundo ha seguido girando, con nosotros dentro, en el
pequeño espacio que le tiene reservado, desde su origen, el
universo. En todo caso, el mundo es difícil que desaparezca con
tanta facilidad, por el contrario la vida, su sentido, la
orientación, el significado, nosotros mismos corremos el riesgo de
ser aniquilados, anulados como raza inteligente. Una de las versiones
del apocalíptico 2012 apunta hacia un cambio de conciencia y más
vale que esta versión la hagamos creíble y nuestra, teniendo en
cuenta que el ser humano está retrocediendo, está siendo obligado a
retroceder hacia escenarios dominados por el miedo. Los grupos de
poder señalados por la crisis son los únicos sobre los que se
centran los esfuerzos por sacarlos de ella. Los distintos gobiernos
nacionales no encuentran mejor recurso económico que el sangrado,
programado y continuo, de la base social: pérdida de poder
adquisitivo, pérdida de derechos en favor de una situación que
resquebraja la base generada en nuestra evolución democrática,
regreso de ciertas actitudes autoritarias y discriminatorias, reflejo
del populismo en las políticas de nuestros gobernantes, desaparición
de no pocas garantías sociales, involución educativa (aunque nunca
hemos podido presumir de nuestro sistema) con ciertos manejos
ideológicos que retrasan nuevamente nuestra hipotética equiparación
con los mejores países de nuestro entorno, y un largo etcétera que
crece al abrigo de la ausencia del sentido de lucha social. Quizá
por eso resulta tan extraño, hoy día, conocer casos de orgullo
ciudadano, conocer a individuos que anteponen principios mermados
para la mayoría ante una situación de injusticia. Sucede que su
lucha en desventaja debe servir de ejemplo para los vecinos que
convivimos con ellos. Sin embargo nos estamos acostumbrando
nuevamente al miedo, justificando nuestro retroceso social como algo
necesario y, lo que resulta más alarmante, merecido. El abuso que
están ejerciendo sobre nosotros los electos gobernantes,
desarrollando políticas que oprimen como siempre al débil, nos está
acomplejando. Se percibe socialmente la sensación de que el esfuerzo
social, la lucha ciudadana, la indignación llevada al escaparate de
la protesta, no sirve para nada. El vacío colectivo amenaza al
individuo. Se corre el riesgo del acomodo y la sumisión, pero el
cambio de conciencia, el grito inspirado en pequeños ejemplos donde
los principios humanos sobreviven, aún se percibe a flor de piel. La
reacción social se hace necesaria porque somos ciudadanos herederos
de largos años de lucha en la que aquellos que permanecieron en pie,
siempre sujetos por los principios esenciales de ciudadanía, nos
legaron la virtud del derecho que nos ampara. Una vez más el mundo
sobrevive a su anuncio destructivo, pero es en el ser humano donde se
abre una brecha sísmica que le está llevando al retraso. El cambio
es el inicio, la reacción un homenaje a todo ejemplo de lucha. La
indignación el combustible inagotable que alimenta nuestra razón.
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