(Ideal Cazorla, noviembre 2012)
David Gómez Frías
Siempre he tenido claro
que la evolución de un pueblo se mide, entre otros factores, por la
aportación, implicación y recepción de signos culturales que
participan de su enriquecimiento. Siempre he creído necesaria el
esfuerzo por mantener, pese a las adversidades, la inversión
cultural como recta que evita el retraso intelectual de un pueblo.
Del mismo modo, cabe considerar a un pueblo evolucionado
culturalmente como parte inequívoca de una sociedad que no se deja
engañar. La riqueza cultural aporta conocimiento, permite la
evolución, justifica la sabiduría y procura el juicio neutro de
aquello que directamente puede afectarnos. La maleta cultural no se
colma con un paquete de estudios que finaliza en el título
universitario, cuántos licenciados hay que se acercan sin distinción
a las características que definen a un necio y, equivocados en el
juicio, cometemos el error de considerarlo culturalmente superior a
los demás. No, nuestro equipaje cultural no se mide según los
niveles de estudio sino encontrando a favor la inquietud por todo
aquello que forma parte de nuestro vehículo de expresión. La
literatura escrita o escenificada, la pintura, la escultura, la
música, son sólo ejemplos de paréntesis equivocados y aislados de
lo que debemos considerar cultura. No les niego su fuerza y su
necesidad pero no les concedo tampoco el exclusivo carácter cultural
que socialmente se les otorga. Pasear por las calles observando
detalles que pasan inadvertidos, conversar con ancianos amantes de la
tradición oral que ampara su memoria, justificar con la
participación los movimientos infantiles de nuestros hijos. En
definitiva, todos y cada uno de los aspectos vitales y sociales que
observamos diariamente, más la experiencia pasada de nuestros
mayores, suponen para nosotros un flujo continuo de enriquecimiento
cultural. Pero no podemos negar que aquellas materias que logran una
exposición pública voluntaria, disciplinas habituales en la
creación artística son consideradas estandartes de vanguardia en
nuestra adquisición complementaria de cultura. En este sentido,
Cazorla se muestra como un referente cultura con cierto renombre
provincial, nacional y, por qué no, internacional. Es un rincón
forjado por su propia identidad con el handicap de no tener una
carretera por donde tenga que pasar, obligatoriamente, el resto del
mundo, más bien ese resto del mundo es invitado a desviarse. Bajo
esta circunstancia contraria, cualquier esfuerzo que proyecte las
bondades de nuestro pueblo ha de convertirse en un reclamo al que
resulte difícil resistirse. Pero somos la gente que formamos,
disfrutamos y vivimos en nuestro pueblo, como un privilegio que nos
han dado nuestras circunstancias personales, quienes debemos poner en
valor el alto nivel creativo que esconde nuestra frontera municipal.
Debemos ser los primeros en oxigenar toda criatura cultural concebida
no para la exclusividad de una parte, sino para la exclusividad del
todo. Justificándome en lo dicho, levanto la voz a favor del
Festival Internacional de Teatro de Cazorla que, después de tantas
ediciones, se muestra herido no por un resultado que niegue la
calidad de los sucesivos programas, al contrario, la calidad está
ahí pero es el público el que no acaba de identificarse con un
producto ideado para evitar el aislamiento cultural al que pueblos
como Cazorla, lejanos de todo, están condenados. El esfuerzo por las
expresiones culturales nos muestra diferentes. La respuesta positiva
como pueblo también nos diferencia. Dejar que mueran los esfuerzos
que nos logran mejorar nos lleva a perder enteros como pueblo
avanzado. Se hace pues necesario curar las heridas culturales de
nuestra ciudad como requisito indispensable para nuestra evolución.
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