(Ideal Cazorla, mayo 2012)
David Gómez Frías.
Todo pueblo que se precie
venera en sus altares, al menos, a un Patrón o Patrona. Cazorla, que
se precia y se aprecia, luce su fervor por dos. Sin referirnos aquí
al Cristo del Consuelo que por los días de septiembre agita el
clamor y la fe de este pueblo nuestro. Pero ahora que caminamos por
las horas de mayo, habiendo dejado atrás las fechas propias del
calendario de abril, en el ánimo nos queda el regusto de romería
popular y cercana. La romería grande, celebrada por tradición en el
último domingo de abril, viene anunciada por el repique de la
campana que se alza altiva sobre la ladera oblicua, inclinada
rencorosa ante los rumores del viento profano. Allí donde queda la
ermita blanca de nuestra Señora de la Cabeza, paralela unas veces,
bajo la sombra otras, al vuelo circular de los halcones. Es esta
ermita estandarte de vanguardia y faro protector de los navegantes
perdidos en la superficie provinciana del olivar. No existe en la
leyenda ni en la tradición paralelismo alguno, dejando al margen el
sobrenombre “de la Cabeza”, con romerías coincidentes bajo el
sello mariano. Tan antigua es la devoción a esta Virgencita nuestra
que ya en las fechas que marcaron la llegada de los musulmanes a
nuestras tierras, se da cuenta de la veneración hacia la imagen. Que
por protección fue ocultada, que pasado el tiempo llegó el olvido y
que las rocas que la guardaban se desplomaron, pasados los años,
ante la humildad de un pastor. Siglos enteros responden como testigos
a la relación de Cazorla con su Virgen de la Cabeza. Es este, quizá,
el motivo por el que la respuesta a su llamada viene a ser masiva y,
si el tiempo lo permite, masificada, pues así quedan los alrededores
del santo lugar cuando la campana llama sobre los tejados del pueblo.
Este año la diferencia ha venido marcada por un tiempo lluvioso,
permisivo con los detalles principales de la fiesta, pero necesario
para los campos que desde la altura vigilante de la ermita son
custodiados. Por eso estas líneas han de ser un homenaje a los
protagonistas del final de fiesta. Los costaleros que, sobre sus
hombros, cargarían las andas y sobre las andas la imagen mariana
hasta bajarla al pueblo. Nada nuevo a tenor de lo que ha sucedido
todos los años. No obstante, lo distinto en este lo marcó la
lluvia. La tarde amenazando pidió una clara reflexión sobre la más
conveniente manera de hacer el trayecto. Dado el sí al camino se
optó, adoptando las medidas protectoras necesarias para que la
Virgencita no sufriera daño alguno, por traerla a hombros. Y a
hombros la portaban cuando se inició la lluvia, a hombros la
llevaban cuando arreció la lluvia. Y sobre los hombros la traían
cuando, entrando en el pueblo, diluvió y cayó la que no estaba
escrita. El agua corrió por los plásticos protectores, corrió por
cabezas y hombros, por cuerpos mimetizados o indiferentes con el
agua. Así, sin descanso hasta llegar a la Parroquia, donde el pueblo
cómodo bajo techo esperaba soltando al aire los “vivas”
oportunos. Allí la bailaron, la alzaron sobre la vertical de los
brazos extendidos y enjugaron la humedad de sus ropas y sus cuerpos
con el aplauso, agradecido y sincero, de los presentes. Para ellos,
los costaleros de la Virgen de la Cabeza, mi homenaje.
Llegó después este mes
de mayo y, hacia la mitad del calendario, una ola de calor africano
se cruzó entre el cielo y el suelo, para perjuicio de nuestra salud
primaveral. En su fecha de costumbre la ermita chica, aquella que
guarda en su memoria las heridas y el perdón de nuestro varón
apostólico, abre su puerta principal, limpia de polvo el manto de
San Isicio e invita a iluminar la noche con los pequeños candiles
caracolados. Tiene esta romería un acento íntimo, sosegado. Tiene
su campana un gozne tímido acosado por el bullicio infantil. Tiene
su mirador sabor a primavera madura ejemplarizada en habas frescas,
cerezas enrojecidas y aromas furtivos de los huertos. Y, si aquella
romería mariana lucía por tradición el hornazo, en esta se hace
impensable su realidad sin un baso de fresca cuerva acompañada de
verduras en la tapa. Si aquella muestra, por su grandeza, el
esplendor de la naturaleza, esta, la romería chica, surge del
pueblo, de sus calles y de los rincones por donde la tradición
engalana el presente con haceres pasados. Pero ambas favorecen el
esplendor de los rincones que diferencian a Cazorla, con su gente y
su ciudadanía visitante.
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