(Ideal Cazorla, enero 2012)
David Gómez Frías
Dicen quienes mantienen
fresca su memoria que nada es como lo fue y San Antón lo sabe. Que
antes, recuerdan algunos, se vivía con verdadera devoción el fin de
la pascua al mediar enero. La sabiduría popular siempre alargó su
fecha hasta el día del patrón de las mascotas y disimuló,
disfrazado el ánimo de charanga, el fin de las fiestas navideñas
custodiadas, con falta de voluntad real, hasta bien entrado el año.
Dicen algunos que, antaño, no faltaban las subastas junto a las
huertas que, no haciendo tanto tiempo, rodeaban la ermita de nuestro
santo, dibujando los mismos huertos el final del pueblo y el
principio de las afueras. Incluso hay quien recuerda la imagen en
procesión por las calles del municipio. Pero estos no son más que
detalles pequeños, cromos en la memoria por donde pasa aquello que
se va perdiendo mientras busca cualquier anclaje con el que evitar
todo el olvido. Incluso en mi mente guardo fracciones, secuencias de
esta festividad que la infancia retuvo para la colección cromática
de mi experiencia. Recuerdo que, siendo yo monaguillo, al limpiar la
imagen del santo para la presentación en su día, acariciaba el
cerdito que por costumbre le acompaña y mi voz de chiquillo, aún
mantenida la inocencia, le anunciaba un paseo callejero que ya nunca
llegó. Y recuerdo la costumbre gastronómica de las tortitas
mojadas, hasta empaparse, en espeso chocolate. El ritual de su
preparación casera a base de masa fina pasada por el rodillo y
cortada, si el paño de harina, agua algo caliente, bicarbonato (para
que suba un poco) y sal lo permitía, en trozos más alargados que
anchos y fritos en aceite limpio de oliva. Luego la familia unida en
tradición hasta dar cumplida cuenta del volumen de masa frita
presentada en varias bandejas. Y, cuando la noche lo permitía,
salíamos para cumplir con el ritual del fuego. El encendido de
luminarias que congregaba, por barrios, a los vecinos del pueblo
animando a tertulias, juegos infantiles y coqueteos con el peligro,
mientras saltábamos de un lado al otro de la lumbre cuando, una vez
calmada la llama, se extendían las ascuas ensanchando y alargando la
superficie de riesgo. Era el miedo y no la valentía quien impulsaba
entonces nuestros cuerpos dibujando el arco del triunfo, la victoria
sobre el volcán y maquillando de rojo intenso el perfil de nuestro
rostro.
Y apenas queda esto.
Cromos en la memoria de cada uno. Las tortitas aún hay quien las
hace, cada uno con algún detalle en su receta. Las lumbres todavía
se encienden pero ya nada es como lo fue. Ni el fuego ni la masa
tienen la vitalidad de la tradición, aunque perviven en la fuerza de
la costumbre. La luz anaranjada que en la noche de San Antón libera
efímeras estrellas, la luz incandescente del monje pobre sigue
prendiendo, pero San Antón se presenta desde los últimos eneros
como una fiesta casi abandonada. Incluso su ermita no es ya su casa
ni queda en las afueras del pueblo, más bien se diría que se trata
de una burla en los planos turísticos que pasan por su apunte con la
misma indiferencia que muestran los vecinos al pasar por su fachada.
Los niños, adolescentes o adultos, faltos de miedo y valentía, no
saltan sobre el fuego y el vigor de la tertulia se crece sobre
pancetas y embutidos frescos, puestos sobre las ascuas. No dicta la
nostalgia el ritmo de mi palabra, ni obtiene su sabor de cosas que ya
no son si se han perdido con la verdad del tiempo. Pero, si es por
abandono, la nostalgia es una queja que reivindica las manchas en la
túnica del santo pobre, patrón de mascotas y panaderos. Si es por
abandono, mi memoria y la memoria de aquellos que recuerdan otro modo
de sentir la fiesta, reivindican la altura del fuego, la identidad de
San Antón y su regreso pasada la mitad de enero. Y tal vez sería
un buen acierto pedir a la crisis una reforma profunda de la que fue,
y guarda tronos, la ermita del viejo monje.
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