(Ideal Cazorla, junio 2012)
David Gómez Frías
Cuando hayan pasado los
meses con sus fechas; cuando hayan acabado los años de caída y el
equipo de diagnóstico encuentre, al fin, la receta que mitigue
nuestros males; cuando ya no quede más remedio que levantar al
enfermo y retirarlo de las máquinas, para que respire por sí solo,
quizá podamos poner números a lo perdido. Podremos revisar nuestro
vocabulario y en él hallaremos vocablos nuevos heredados de la
crisis. En realidad, ya lo estamos haciendo. Hablamos de la prima de
riesgo, de los días negros en los principales parqués bursátiles,
de la diferencia de los bonos nacionales con el bono alemán, de las
medidas de ajuste fiscal, de las reformas encaminadas al control del
déficit, de la reestructuración del sistema financiero español. Lo
gracioso del caso es que lo hacemos en lugares donde, antes de tanta
oscuridad, manteníamos conversaciones superficiales sobre aspectos
más llevaderos de la vida. En la calle, en los bares, en nuestro
centro de trabajo, en lugares deportivos o de ocio. Todos tenemos en
la boca datos de macroeconomía que sobrecogen por su grandeza.
Cientos, millares de miles de millones que soltamos en el aire con
la solvencia del miniexperto económico surgido de la experiencia
forzada. Comprendemos, además, la necesidad de apuntalar las bases
del estado con urgencia y garantía, del mismo modo que aceptamos la
necesidad de fortalecer la idea, ahora más utópica que antes, de
una Europa unida y capaz. Pero la inmensidad del daño anula el
reclamo de las heridas pequeñas. La sociedad en su conjunto ha sido
declarada donante compatible y está siendo desangrada en una agónica
transfusión económica. Cuando esto pase, nadie levantará
monumentos a los caídos; nadie reconocerá el esfuerzo individual de
quien logra llegar a final de mes a pesar de tanta asfixia. Tampoco
la generosidad del sistema dará para restaurar bajo techo tantas
familias desahuciadas. Antes medíamos el tiempo amparados en
nuestros planes y proyectos: en este puente haré tal cosa, en las
próximas vacaciones ésta otra. Ahora, en cambio, medimos el tiempo
teniendo en cuenta todos los viernes. Esperamos con temor las ruedas
de prensa tras los Consejos de Ministros, preguntándonos expectantes
qué otro recorte nos puede afectar, qué impuesto es el elegido esta
semana para subir los ingresos del estado o bajar nuestro poder
adquisitivo, viniendo a ser lo mismo lo uno que lo otro. Nadie tendrá
en cuenta nuestra pobreza. Estamos volviendo, sin lugar a dudas, al
vagón de cola de la Unión Europea y en él nos mantendremos largo
tiempo, si no descarrila antes el tren. No obstante mantengo la
esperanza. La lucha social volverá. Los griegos se mantendrán en el
euro. Nuestros políticos aprenderán a llamar las cosas por su
nombre: si es crisis, crisis; si es rescate, rescate; si todo está
mal caminaremos empujados, no arrastrados por las circunstancias. Y
cuando todo inicie su arreglo pasaremos a ser mera estadística, no
seres sentimentales y apasionados. Porque todo ha de volver a su
estado primigenio, en el que nada cambia y los desastres sociales se
olvidan. Sin embargo, qué sociedad estamos construyendo cuando todo
objetivo individual o colectivo tiene por fin último el escaparate.
El ciudadano de a pie busca lo mejor, materialmente hablando, sin
detenerse a contemplar lo necesario. Las distintas administraciones
mantienen su objetivo en los próximos resultados electorales, amén
de individuos que hacen uso de su cargo público para una evolución
económica personal no acorde con su propia realidad. Corrupción se
le llama. Incluso el Gobierno central desconfía de auditorías
internas otorgando dicha confianza a empresas privadas. ¿Seremos
capaces de cambiar un sistema tan viciado? Un día mi hijo mayor
escribió una historieta. En ella un niño rico jugaba con otro
pobre. El padre del primero al recogerlo le entregó un regalo, al
segundo nadie lo recogió. Cuando me la mostró le dije que le
pusiera un título y él escribió “El mundo de siempre”. No
pregunté nada. Le miré mientras leía su historia y comprendí la
ausencia de casualidad. Un niño de ocho años, que tenía entonces,
descubrió que nada cambia. Este es el mundo en el que nos movemos,
los niños lo saben. Es preciso mantener el hogar que nos ha
correspondido, pero tenemos la capacidad humana de cambiar los
interiores y mejorarlo.
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