Cuando
calla la memoria
David Gómez Frías
Festival
internacional de Teatro de Cazorla. 2 de noviembre. Teatro de La
Merced. “André y Dorine”. Compañía Kulunka Teatro. Reparto:
José Dault, Garbiñe Insausti, Edu Cárcamo. Dirección: Iñaki
Rikarte.
Rara vez sucede, no
recuerdo haberlo visto nunca provocado por ningún otro montaje,
que una creación teatral
lleva al público al borde de las lágrimas, extrayendo emociones
controladas y reservadas para los momentos íntimos de dolor o
felicidad. Rara vez el silencio en una sala está tan justificado y
amparado, ni resulta tan necesario que por sí sólo justifique la
comprensión de la obra expuesta. Quizá por eso las excepciones que
rompen con la regla quedan finalmente limadas por el éxito y
justificadas por el agradecimiento del público que empuja el primer
cierre del telón. Se sabe entonces que algo bueno resulta del
esfuerzo y la satisfacción aparece compartida y comprendida. Esta es
la primera valoración que surge del trabajo de Kulunka Teatro en su
montaje “André y Dorine”. Desde el inicio nacido de las teclas
de una vieja máquina de escribir, el público asiste a un
espectáculo emocional acompasado por la densidad del silencio que va
devorando la sala. “André y Dorine” es una apuesta arriesgada
zurcida con ingredientes que sugieren lo diferente. No necesita de un
argumento poderoso que en sí mismo garantice el éxito, más bien
narra una historia sencilla, dolorosa y emotiva. No hay en ella
diálogo alguno y, sin embargo, jamás fue tan profunda la palabra no
dicha que se disfraza en el gesto como vehículo transmisor. La
simbología permanente mantiene en alto el hilo conductor: la música
efímera y quebrada en el olvido frente a la literatura en la que
permanece la memoria de lo que hemos sido; los retratos puntuales
frente a los espacios donde se difuminan los recuerdos; la edad
transitada frente a la edad de los perdidos. “André y Dorine”
pone al espectador frente a los estragos de la enfermedad que todo se
lo lleva, el alzheimer que va despojando de vida el alma del enfermo
y pone cerco a la vida de quienes le rodean. El olvido que desemboca
en la nada, injustificado y parasitario es llevado aquí a la
minuciosa perfección de la obra de arte. El protagonismo se reparte
por todo un trabajo en conjunto: iluminación, música, objetos
inertes a los que resulta imprescindible otorgarles la vida, actores
de cuya experiencia surge el aliento diferenciado de cada personaje,
y las máscaras, sobre todo sus máscaras, en las que se concentra la
carga emotiva de todo el argumento. Aparentemente monogestuales, de
ellas surge el valor de la sonrisa, la densidad de la tristeza, la
decepción y el empecinamiento, la sugerencia y el enfado, el vacío
y la esperanza. De ellas, de las máscaras, en el inicio grotescas,
se extrae la identificación y la empatía, la contención de cuanto
duele y la resignación en la que habita lo inevitable, el miedo de
los perdidos y la angustia de quien no puede actuar deteniendo la
destrucción y el avance de la enfermedad. Esta es la historia de
“André y Dorine” resumida en una efímera obra de arte cuyo
mejor homenaje, si el olvido no nos alcanza, queda fijado en los
espacios indefinidos donde se va definiendo la memoria.
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