David Gómez Frías
Aquellos
que hemos crecido amparados por la maduración paralela de nuestra
democracia, aquellos que no conocemos el contenido de la lucha
constante que nuestros padres y abuelos y madres y abuelas, por
supuesto, han mantenido contra las desigualdades sociales y laborales
desde iniciado el siglo XX, principalmente, hasta nuestros días,
quizá no tengamos capacidad de juicio para calcular ni valorar el
daño que a todo lo conseguido se está haciendo por imposición
legislativa. Porque, entre otras medidas que los iluminados nos
están imponiendo para solventar una crisis económica de la que no
somos en casi nada culpables (dejemos abierta la posibilidad de que
una pequeña parte tenga que ver con nuestro proceder), la reforma
laboral impuesta para lucimiento en los amplios salones de la
política europea, nos va a despegar del cuerpo alguna que otra capa
de piel o de lucha heredada de tiempos más propicios para los éxitos
laborales. Quizá la culpa de ésta y otras imposiciones sí se nos
pueda atribuir cuando aportamos a la situación dosis demasiado
elevadas de sumisión e indiferencia. Cargamos también la culpa de
otorgar mayorías cómodamente absolutas a gobiernos incapaces del
diálogo, requisito tan valioso como el más preciado de los metales,
en tiempos de crisis. Y es que sucede que nuestros representantes
políticos están hiriendo, hasta sangrar, la integridad del núcleo
original de un estado: la población. La vivienda digna que nuestra
Constitución acredita como un bien necesario, primario para el ser
humano, es arrasada por el desahucio. El derecho al trabajo sufre un
tsunami en retroceso de todos los objetivos logrados antaño, cuyo
fin último pasaba por lograr un estado del bienestar acorde con las
necesidades de cualquier sociedad. Las estadísticas y los estudios
de futuro auguran momentos aún más difíciles y a las mentes
privilegiadas de nuestros representantes políticos, del más alto
nivel, no llegan más ideas que el sangrado económico de la
población. Los impuestos suben, los ingresos familiares se
desmoronan pero nadie se detiene a cerrar el desparrame
presupuestario de una administración, en demasiados casos,
descontrolada. Ahora van surgiendo ideas milagrosas que pasan por
atacar a la administración de proximidad, aquella en la que la
ciudadanía todavía percibe la sensación de que pertenece, que
forma parte de algo más grande que vela por sus intereses y por su
bienestar. Seamos honestos, buscar en los tuétanos de la base social
la mejor salida para solucionar la situación actual es de necios.
Creer que la austeridad es el remedio infalible para acabar con el
déficit, a mi modo de ver, resulta una solución poco valiente. Pero
del mismo modo señalo como incomprensible la actitud social de
aceptación cuando, dicen, contamos con cinco millones de parados.
¿No somos capaces de levantar la voz? Quizá sea necesario un grito
de indignación.
Tal vez debamos revisar
el patrón con el que perfilamos la identidad de nuestros políticos
mayores y conceder, a futuras generaciones de dirigentes, la
valentía, la honestidad, la claridad de ideas, la identidad de lo
urgente y la clarividencia que les lleve a no repetir esta situación.
A los demás nos queda la recuperación de la lucha social para
levantarnos y cerrar las heridas de nuestro débil bienestar social.
Hemos mirado demasiado tiempo a través de un cristal sucio que
ocultaba la realidad, pero no debemos dejar que nadie nos imponga más
la estupidez como una virtud del colectivo.
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