David Gómez Frías
El diccionario de la Real
Academia de la Lengua, en su primera acepción, define vergüenza
como “turbación del ánimo, que suele
encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o
por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Y en
los tiempos que corren resulta turbador tener que recurrir al
diccionario para definir situaciones reales. Vergüenza se siente
cuando el ejemplo de conducta recta y veraz queda relegado a modo de
actuar delincuente o totalitario. Así ha definido en su sentencia el
Tribunal Supremo la labor, criticable o no, del condenado juez
Baltasar Garzón. Por su proceder más propio de regímenes
totalitarios se inhabilita a quien dejó su cómodo sillón de la
Audiencia Nacional en busca de justicia mayúscula y acabó
encontrando un banquillo de acusado y una condena ajustada al
criterio de jueces conservadores, movidos tal vez por factores
políticos o empujados por la dañina envidia. Que la justicia es
ciega salta a la vista, pero siempre nos hicieron creer que su
ceguera nacía de la virtud de imparcialidad, sin embargo también
es atribuible, como defecto, a quienes la imparten con los ojos
vendados frente a la realidad que pretende corrompernos como seres
humanos. La grandeza de esta criatura que somos pasa porque a veces,
en contadas ocasiones, algunos individuos se enfrentan a lo
erróneamente establecido y logran cambiar las cosas. Es entonces
cuando la sociedad madura. Es entonces, también, cuando corre el
riesgo de ser detenida en seco aireando bochornosas razones. Y la
misma justicia que condena a quien pretende evitar o castigar el acto
equivocado, deja en libertad o propicia herramientas de evasión a
quien delinque y se mofa de cualquier conciencia social. Unos trajes
o unos millones siempre amparados en la hegemonía del poder bastan
para hacer doblar las rodillas a todo el sistema.
Deshonra,
deshonor, pena o castigo que consistía en exponer al reo a la
afrenta y confusión públicas con alguna señal que denotaba su
delito, son otras de las acepciones de vergüenza. Aquellos que
ejercen de acusación particular contra el mismo juez condenado por
perseguir casos flagrantes de corrupción, esta vez vinculada la
causa al proceso de memoria histórica exigido por cientos de miles
de ciudadanos, estarán frotándose las manos pues, si la corrupción
lo señala como actor con modos totalitarios en su proceder, qué
calificativo utilizarán en la causa abierta contra el franquismo.
Sólo en España podría suceder que los hechos de un dictador
genocida se alzasen contra la justicia que busca dar reposo a los
desaparecidos. Nos están robando la verdad.
En
fin, una sociedad entera que se doblega dejando caer iconos que se
alzaron como ejemplo de su evolución, una sociedad que, amparada en
la recuperación que la política hace necesaria para solventar la
situación de crisis actual, deja perderse sin visión retrospectiva
los logros, los derechos, la evolución social y laboral surgida de
largos años de lucha, se identifica como sociedad sumergida en la
vergüenza y el desamparo. Pero hemos perdido también el
razonamiento que identifica nuestra queja ya que, en los largos años
de bonanza ficticia, hemos vivido en la comodidad y la equivocación
de que, siendo suficiente el alcance del bolsillo, para qué quejarse
si todo iba de maravilla. Ahora que todo lo perdemos porque nos lo
van quitando por sistema, nos damos cuenta de que también hemos
perdido nuestra condición de lucha y nos mostramos con vergüenza
ante países sobre los que debe caer, sin duda, la razón de nuestro
estado. Despertemos que la lucha volverá. Que nuestro rostro muestre
el color de la vergüenza, pero que nadie nos toque más la dignidad.
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