lunes, 9 de abril de 2012

Resignación, indignación, reacción.

(Ideal Cazorla, marzo 2012)

David Gómez Frías

Aquellos que hemos crecido amparados por la maduración paralela de nuestra democracia, aquellos que no conocemos el contenido de la lucha constante que nuestros padres y abuelos y madres y abuelas, por supuesto, han mantenido contra las desigualdades sociales y laborales desde iniciado el siglo XX, principalmente, hasta nuestros días, quizá no tengamos capacidad de juicio para calcular ni valorar el daño que a todo lo conseguido se está haciendo por imposición legislativa. Porque, entre otras medidas que los iluminados nos están imponiendo para solventar una crisis económica de la que no somos en casi nada culpables (dejemos abierta la posibilidad de que una pequeña parte tenga que ver con nuestro proceder), la reforma laboral impuesta para lucimiento en los amplios salones de la política europea, nos va a despegar del cuerpo alguna que otra capa de piel o de lucha heredada de tiempos más propicios para los éxitos laborales. Quizá la culpa de ésta y otras imposiciones sí se nos pueda atribuir cuando aportamos a la situación dosis demasiado elevadas de sumisión e indiferencia. Cargamos también la culpa de otorgar mayorías cómodamente absolutas a gobiernos incapaces del diálogo, requisito tan valioso como el más preciado de los metales, en tiempos de crisis. Y es que sucede que nuestros representantes políticos están hiriendo, hasta sangrar, la integridad del núcleo original de un estado: la población. La vivienda digna que nuestra Constitución acredita como un bien necesario, primario para el ser humano, es arrasada por el desahucio. El derecho al trabajo sufre un tsunami en retroceso de todos los objetivos logrados antaño, cuyo fin último pasaba por lograr un estado del bienestar acorde con las necesidades de cualquier sociedad. Las estadísticas y los estudios de futuro auguran momentos aún más difíciles y a las mentes privilegiadas de nuestros representantes políticos, del más alto nivel, no llegan más ideas que el sangrado económico de la población. Los impuestos suben, los ingresos familiares se desmoronan pero nadie se detiene a cerrar el desparrame presupuestario de una administración, en demasiados casos, descontrolada. Ahora van surgiendo ideas milagrosas que pasan por atacar a la administración de proximidad, aquella en la que la ciudadanía todavía percibe la sensación de que pertenece, que forma parte de algo más grande que vela por sus intereses y por su bienestar. Seamos honestos, buscar en los tuétanos de la base social la mejor salida para solucionar la situación actual es de necios. Creer que la austeridad es el remedio infalible para acabar con el déficit, a mi modo de ver, resulta una solución poco valiente. Pero del mismo modo señalo como incomprensible la actitud social de aceptación cuando, dicen, contamos con cinco millones de parados. ¿No somos capaces de levantar la voz? Quizá sea necesario un grito de indignación.
Tal vez debamos revisar el patrón con el que perfilamos la identidad de nuestros políticos mayores y conceder, a futuras generaciones de dirigentes, la valentía, la honestidad, la claridad de ideas, la identidad de lo urgente y la clarividencia que les lleve a no repetir esta situación. A los demás nos queda la recuperación de la lucha social para levantarnos y cerrar las heridas de nuestro débil bienestar social. Hemos mirado demasiado tiempo a través de un cristal sucio que ocultaba la realidad, pero no debemos dejar que nadie nos imponga más la estupidez como una virtud del colectivo.        

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