viernes, 1 de febrero de 2013

Las heridas culturales


(Ideal Cazorla, noviembre 2012)

David Gómez Frías

Siempre he tenido claro que la evolución de un pueblo se mide, entre otros factores, por la aportación, implicación y recepción de signos culturales que participan de su enriquecimiento. Siempre he creído necesaria el esfuerzo por mantener, pese a las adversidades, la inversión cultural como recta que evita el retraso intelectual de un pueblo. Del mismo modo, cabe considerar a un pueblo evolucionado culturalmente como parte inequívoca de una sociedad que no se deja engañar. La riqueza cultural aporta conocimiento, permite la evolución, justifica la sabiduría y procura el juicio neutro de aquello que directamente puede afectarnos. La maleta cultural no se colma con un paquete de estudios que finaliza en el título universitario, cuántos licenciados hay que se acercan sin distinción a las características que definen a un necio y, equivocados en el juicio, cometemos el error de considerarlo culturalmente superior a los demás. No, nuestro equipaje cultural no se mide según los niveles de estudio sino encontrando a favor la inquietud por todo aquello que forma parte de nuestro vehículo de expresión. La literatura escrita o escenificada, la pintura, la escultura, la música, son sólo ejemplos de paréntesis equivocados y aislados de lo que debemos considerar cultura. No les niego su fuerza y su necesidad pero no les concedo tampoco el exclusivo carácter cultural que socialmente se les otorga. Pasear por las calles observando detalles que pasan inadvertidos, conversar con ancianos amantes de la tradición oral que ampara su memoria, justificar con la participación los movimientos infantiles de nuestros hijos. En definitiva, todos y cada uno de los aspectos vitales y sociales que observamos diariamente, más la experiencia pasada de nuestros mayores, suponen para nosotros un flujo continuo de enriquecimiento cultural. Pero no podemos negar que aquellas materias que logran una exposición pública voluntaria, disciplinas habituales en la creación artística son consideradas estandartes de vanguardia en nuestra adquisición complementaria de cultura. En este sentido, Cazorla se muestra como un referente cultura con cierto renombre provincial, nacional y, por qué no, internacional. Es un rincón forjado por su propia identidad con el handicap de no tener una carretera por donde tenga que pasar, obligatoriamente, el resto del mundo, más bien ese resto del mundo es invitado a desviarse. Bajo esta circunstancia contraria, cualquier esfuerzo que proyecte las bondades de nuestro pueblo ha de convertirse en un reclamo al que resulte difícil resistirse. Pero somos la gente que formamos, disfrutamos y vivimos en nuestro pueblo, como un privilegio que nos han dado nuestras circunstancias personales, quienes debemos poner en valor el alto nivel creativo que esconde nuestra frontera municipal. Debemos ser los primeros en oxigenar toda criatura cultural concebida no para la exclusividad de una parte, sino para la exclusividad del todo. Justificándome en lo dicho, levanto la voz a favor del Festival Internacional de Teatro de Cazorla que, después de tantas ediciones, se muestra herido no por un resultado que niegue la calidad de los sucesivos programas, al contrario, la calidad está ahí pero es el público el que no acaba de identificarse con un producto ideado para evitar el aislamiento cultural al que pueblos como Cazorla, lejanos de todo, están condenados. El esfuerzo por las expresiones culturales nos muestra diferentes. La respuesta positiva como pueblo también nos diferencia. Dejar que mueran los esfuerzos que nos logran mejorar nos lleva a perder enteros como pueblo avanzado. Se hace pues necesario curar las heridas culturales de nuestra ciudad como requisito indispensable para nuestra evolución.     

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