viernes, 1 de febrero de 2013

El Mundo De Siempre


(Ideal Cazorla, junio 2012)

David Gómez Frías

Cuando hayan pasado los meses con sus fechas; cuando hayan acabado los años de caída y el equipo de diagnóstico encuentre, al fin, la receta que mitigue nuestros males; cuando ya no quede más remedio que levantar al enfermo y retirarlo de las máquinas, para que respire por sí solo, quizá podamos poner números a lo perdido. Podremos revisar nuestro vocabulario y en él hallaremos vocablos nuevos heredados de la crisis. En realidad, ya lo estamos haciendo. Hablamos de la prima de riesgo, de los días negros en los principales parqués bursátiles, de la diferencia de los bonos nacionales con el bono alemán, de las medidas de ajuste fiscal, de las reformas encaminadas al control del déficit, de la reestructuración del sistema financiero español. Lo gracioso del caso es que lo hacemos en lugares donde, antes de tanta oscuridad, manteníamos conversaciones superficiales sobre aspectos más llevaderos de la vida. En la calle, en los bares, en nuestro centro de trabajo, en lugares deportivos o de ocio. Todos tenemos en la boca datos de macroeconomía que sobrecogen por su grandeza. Cientos, millares de miles de millones que soltamos en el aire con la solvencia del miniexperto económico surgido de la experiencia forzada. Comprendemos, además, la necesidad de apuntalar las bases del estado con urgencia y garantía, del mismo modo que aceptamos la necesidad de fortalecer la idea, ahora más utópica que antes, de una Europa unida y capaz. Pero la inmensidad del daño anula el reclamo de las heridas pequeñas. La sociedad en su conjunto ha sido declarada donante compatible y está siendo desangrada en una agónica transfusión económica. Cuando esto pase, nadie levantará monumentos a los caídos; nadie reconocerá el esfuerzo individual de quien logra llegar a final de mes a pesar de tanta asfixia. Tampoco la generosidad del sistema dará para restaurar bajo techo tantas familias desahuciadas. Antes medíamos el tiempo amparados en nuestros planes y proyectos: en este puente haré tal cosa, en las próximas vacaciones ésta otra. Ahora, en cambio, medimos el tiempo teniendo en cuenta todos los viernes. Esperamos con temor las ruedas de prensa tras los Consejos de Ministros, preguntándonos expectantes qué otro recorte nos puede afectar, qué impuesto es el elegido esta semana para subir los ingresos del estado o bajar nuestro poder adquisitivo, viniendo a ser lo mismo lo uno que lo otro. Nadie tendrá en cuenta nuestra pobreza. Estamos volviendo, sin lugar a dudas, al vagón de cola de la Unión Europea y en él nos mantendremos largo tiempo, si no descarrila antes el tren. No obstante mantengo la esperanza. La lucha social volverá. Los griegos se mantendrán en el euro. Nuestros políticos aprenderán a llamar las cosas por su nombre: si es crisis, crisis; si es rescate, rescate; si todo está mal caminaremos empujados, no arrastrados por las circunstancias. Y cuando todo inicie su arreglo pasaremos a ser mera estadística, no seres sentimentales y apasionados. Porque todo ha de volver a su estado primigenio, en el que nada cambia y los desastres sociales se olvidan. Sin embargo, qué sociedad estamos construyendo cuando todo objetivo individual o colectivo tiene por fin último el escaparate. El ciudadano de a pie busca lo mejor, materialmente hablando, sin detenerse a contemplar lo necesario. Las distintas administraciones mantienen su objetivo en los próximos resultados electorales, amén de individuos que hacen uso de su cargo público para una evolución económica personal no acorde con su propia realidad. Corrupción se le llama. Incluso el Gobierno central desconfía de auditorías internas otorgando dicha confianza a empresas privadas. ¿Seremos capaces de cambiar un sistema tan viciado? Un día mi hijo mayor escribió una historieta. En ella un niño rico jugaba con otro pobre. El padre del primero al recogerlo le entregó un regalo, al segundo nadie lo recogió. Cuando me la mostró le dije que le pusiera un título y él escribió “El mundo de siempre”. No pregunté nada. Le miré mientras leía su historia y comprendí la ausencia de casualidad. Un niño de ocho años, que tenía entonces, descubrió que nada cambia. Este es el mundo en el que nos movemos, los niños lo saben. Es preciso mantener el hogar que nos ha correspondido, pero tenemos la capacidad humana de cambiar los interiores y mejorarlo.  

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