miércoles, 21 de noviembre de 2012

"André y Dorine". FIT Cazorla 2012


Cuando calla la memoria
David Gómez Frías

Festival internacional de Teatro de Cazorla. 2 de noviembre. Teatro de La Merced. “André y Dorine”. Compañía Kulunka Teatro. Reparto: José Dault, Garbiñe Insausti, Edu Cárcamo. Dirección: Iñaki Rikarte.

Rara vez sucede, no recuerdo haberlo visto nunca provocado por ningún otro montaje,
que una creación teatral lleva al público al borde de las lágrimas, extrayendo emociones controladas y reservadas para los momentos íntimos de dolor o felicidad. Rara vez el silencio en una sala está tan justificado y amparado, ni resulta tan necesario que por sí sólo justifique la comprensión de la obra expuesta. Quizá por eso las excepciones que rompen con la regla quedan finalmente limadas por el éxito y justificadas por el agradecimiento del público que empuja el primer cierre del telón. Se sabe entonces que algo bueno resulta del esfuerzo y la satisfacción aparece compartida y comprendida. Esta es la primera valoración que surge del trabajo de Kulunka Teatro en su montaje “André y Dorine”. Desde el inicio nacido de las teclas de una vieja máquina de escribir, el público asiste a un espectáculo emocional acompasado por la densidad del silencio que va devorando la sala. “André y Dorine” es una apuesta arriesgada zurcida con ingredientes que sugieren lo diferente. No necesita de un argumento poderoso que en sí mismo garantice el éxito, más bien narra una historia sencilla, dolorosa y emotiva. No hay en ella diálogo alguno y, sin embargo, jamás fue tan profunda la palabra no dicha que se disfraza en el gesto como vehículo transmisor. La simbología permanente mantiene en alto el hilo conductor: la música efímera y quebrada en el olvido frente a la literatura en la que permanece la memoria de lo que hemos sido; los retratos puntuales frente a los espacios donde se difuminan los recuerdos; la edad transitada frente a la edad de los perdidos. “André y Dorine” pone al espectador frente a los estragos de la enfermedad que todo se lo lleva, el alzheimer que va despojando de vida el alma del enfermo y pone cerco a la vida de quienes le rodean. El olvido que desemboca en la nada, injustificado y parasitario es llevado aquí a la minuciosa perfección de la obra de arte. El protagonismo se reparte por todo un trabajo en conjunto: iluminación, música, objetos inertes a los que resulta imprescindible otorgarles la vida, actores de cuya experiencia surge el aliento diferenciado de cada personaje, y las máscaras, sobre todo sus máscaras, en las que se concentra la carga emotiva de todo el argumento. Aparentemente monogestuales, de ellas surge el valor de la sonrisa, la densidad de la tristeza, la decepción y el empecinamiento, la sugerencia y el enfado, el vacío y la esperanza. De ellas, de las máscaras, en el inicio grotescas, se extrae la identificación y la empatía, la contención de cuanto duele y la resignación en la que habita lo inevitable, el miedo de los perdidos y la angustia de quien no puede actuar deteniendo la destrucción y el avance de la enfermedad. Esta es la historia de “André y Dorine” resumida en una efímera obra de arte cuyo mejor homenaje, si el olvido no nos alcanza, queda fijado en los espacios indefinidos donde se va definiendo la memoria.

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